Juan Carlos Escalante
Desde el XVII, siglo de la llamada Revolución Científica, que da inicio a la también llamada sociedad del conocimiento, fue difundida la visión de la ciencia y el método científico como la fuente del verdadero conocimiento acerca del mundo físico y natural, no sólo restando validez a las creencias religiosas y a la superstición, sino, al cabo de la expansión y colonización europea, a sistemas de conocimiento milenarios que antecedieron al científico y cuyas culturas y sociedades no lo habían requerido para su prevalencia.
Uno de estos sistemas de conocimiento es el que gira en torno al sistema milpa mexicano de producción de maíz, actualmente en medio de una intensa controversia que, en el plano de la evidencia científica, gira en torno a afectaciones a la salud derivadas del uso intensivo de sustancias agroquímicas altamente tóxicas que acompañan al paquete tecnológico del maíz transgénico y a evidencia de contaminación vía fertilización espontánea en las razas y variedades nativas mexicanas.
La milpa consiste en una variedad de plantas que se cultivan junto al maíz, y provee de una alimentación completa a la población campesina en particular, y en general en buena medida a la nacional mexicana. Este sistema se contrapone sin embargo al sistema industrial científico del monocultivo, en donde el grano se cultiva y cosecha como mercancía para vender y obtener ganancias. Millones de cultivadores y cultivadoras mexicanas de maíz de pequeña y mediana escala, han producido, vía su propia ingeniería genética y a través del libre intercambio de semillas, y generación tras generación por milenios, más de 60 razas y cientos de variedades de maíz, los cuales conforman la base de alimentación y de la cultura culinaria mexicana que ha sido distinguida como patrimonio cultural de la humanidad.
Sin embargo, un puñado de empresas transnacionales de la agroquímica, enarbolando la bandera de la ciencia, y por consecuencia progreso y modernidad, se sienten empoderadas para irrumpir en esta rica biodiversidad del grano ancestral e imponer una variedad producida en laboratorio para forraje, que amenaza con contaminar y potencialmente desdibujar las razas y variedades mexicanas de formas en el mejor de los casos inciertas.
Es esto a lo que se refiere Steve Fuller (sociólogo británico de la ciencia) cuando afirma que hay una especie de gobernanza de la ciencia, pues nada más mencionarla e infunde una lealtad ciega generalizada bajo cuyo influjo se impulsan y normalizan proyectos de negocios de innovaciones tecnocientíficas de trascendencia sin mayor explicación que la tautológica.
Oponerse a esas innovaciones es ser percibido como vivir en el atraso y en la superstición, en ir en dirección contraria a la historia. No se habla sin embargo que la ciencia, el conocimiento científico, ya hace rato, con algunas excepciones, dejó de ser libre y universal, para ser condicionado a financiamiento y privatizado con fines de lucro, aún con miras al largo plazo.
Este es un punto clave de la controversia. El Capital, cuyo mayor ímpetu, naturalmente, es expandirse eliminando la mayor cantidad posible de competidores, enfrenta a los agricultores locales de pequeña y mediana escala que se resisten a ser estadística, y defienden su forma de vida y cultura. No se está diciendo que se debe coartar la libre empresa, sólo que, por un lado, la distribución discursiva debe ser equitativa, y no depender del poder económico, tan dispar en el presente caso, de las partes. Debe ser evidente que, a mayor capacidad económica, mayor capacidad proporcional de persuasión.
Por otro, hay áreas de la vida social y económica en las que la racionalidad del mercado se enfrenta a límites infranqueables. La alimentación y la salud de una sociedad no sólo son de base en términos humanísticos, sino que, junto con los recursos energéticos, son estratégicos para cualquier nación que se dice soberana.
Son elementos que necesariamente requieren intervención reguladora y mecanismos de control cuyo propósito, lograr estabilidad social, por ejemplo, sobrepasa el de los fines de lucro o el de la acumulación, y adicionalmente responde a necesidades comunitarias en materia de biodiversidad, alimentación, tradición y cultura.
Sería un contrasentido entregar recursos estratégicos a la empresa privada, cuyo horizonte de visibilidad es necesariamente corto en el tiempo y en el espacio, y más aún a la empresa privada extranjera, que tiene historia en el país y en la memoria. Esperemos que los representantes del gobierno mexicano, en nombre de sus representados, sepan ejercer esa soberanía en un ya próximo nuevo round de argumentos para dirimir la controversia.
No importa cuántos argumentos científicos se presenten, las transnacionales, en pos del jugoso mercado de maíz que ya sienten como suyo (gracias al ya célebre acuerdo de libre comercio TLCAN, ahora TMEC, firmado entre líderes de gobiernos neoliberales de México, Estados Unidos y Canadá), naturalmente siempre recurrirán a esa vieja argucia retórica, “no hemos encontrado evidencia de daño…”, lo que quiere decir, en palabras de Goffman (Investigador científico, experto en radiación atómica, que a mediados del siglo pasado entró en controversia con la Comisión de Energía Atómica de los Estados Unidos, sobre los efectos de largo plazo de la radiación en los trabajadores de las plantas atómicas (Ver Mazur, Allan. 1973. “Disputes between experts.” Minerva 11 (2): 243-262), que “no la han buscado”.